Para Deleuze, el arte es un medio privilegiado de resistencia frente al presente
Se trataría de distinguir entre, por un lado, el buen juicio y el mal gusto, y en segundo lugar, la belleza y la fealdad, asociando el buen gusto y la belleza. Deleuze sitúa decididamente sus planteos sobre el arte y las sensaciones artísticas más allá de las filosofías de la conciencia de sí mismo (¡¿Qué es filosofía? indica que las aves también pueden expresar potencias artísticas!), así como más allá lo “Bello” y lo “Feo”, siendo que estos últimos remiten a trascendencias de las cuales el inmanentismo deleuziano se disocia de la misma manera que se niega a hacer de la “Verdad” una palabra clave de su filosofía. En Deleuze ya no hay más estudios de estética en el sentido de que se analicen obras ya realizadas para revelar la significación “molar” histórica o historial Para Deleuze no hay que interpretar el sentido “espiritual” de las obras, y menos aún proponer una historia universal del arte (el capítulo 14 de Lógica de la sensación precisa que hay tantas historias como verdaderos artistas). El desafío estético deleuziano consiste más bien en experimentar las obras en su singularidad situándose lo más cerca posible del proceso vital que las engendró. En otras palabras, Deleuze no busca identificar lo “bello” o interpretar el “sentido” de las obras, sino experimentar la vida no orgánica de las fuerzas impersonales comunes a las sensaciones del experimentador y a las propias obras. Estas líneas demarcatorias permiten despejar dos de las características principales de la “estética deleuziana” (así como de su filosofía), a saber: la búsqueda de inmanencia y la experimentación de las fuerzas. El estudio deleuziano de las sensaciones (lógica de la sensación, bloques de sensaciones, etcétera) responde a estas dos modalidades específicas.
Sin duda, para evitar la confusión con los valores asociados a las estéticas tradicionales (subjetivismo, historicismo, intelectualismo, interpretación, representación, etcétera), Deleuze prefirió no presentar su pensamiento experimental de las sensaciones como una estética. Pero, en realidad, bien podría habérselo considerado como un “esteta puro”, de igual modo que dijo en una ocasión (en una carta a Arnaud Villani) que se sentía un “metafísico puro”.
Pero queda pendiente un análisis profundo de las similitudes entre sus concepciones de la naturaleza y de la superación de la ontología de la conciencia. Respecto de la cuestión del cuerpo, me parece en cualquier caso bastante obvia la oposición entre el cuerpo carnal que está ideal o perfectamente organizado para realizar la constitución, y el “cuerpo sin órganos” que desprecia las actitudes puramente espiritualistas y en cualquier momento se encuentra sujeto a una desorganización parcial por efecto de fuerzas impersonales y deseantes. El cuerpo físico es “vivido” o “idealmente vivible” e interpreta, mientras que el cuerpo sin órganos escapa a la “vivencia personal” y experimenta.
En los 60, mucho antes del debate de los 90 sobre el “giro teológico de la fenomenología”, Deleuze comparaba la fenomenología con una escolástica moderna. Al hacer esto, reanudaba, de alguna manera, las luchas delirantes y visionarias llevadas a cabo por (Antonin) Artaud –en cuya compañía Deleuze explora algunos síntomas– quien quería, precisamente, “hacerse un cuerpo sin órganos” para desbaratar el plan divino que creó el cuerpo humano del modo más perfecto posible, es decir, dándole la capacidad de venerar en el rezo espiritual.
Me parece interesante examinar brevemente dos conceptos centrales en el libro sobre Bacon: lo figural y el diagrama. En un texto clásico y casi olvidado (por Deleuze incluso) que fue publicado en francés con el título de Figura, el filólogo alemán Erich Auerbach retrotrae el concepto de “figura” a la antigüedad para referirse a cierta relación de indeterminación entre modelo a imitar y el modelado que intenta copiar dicho modelo. La figura expresa, pues, una relación vaga y ambigua entre la imitación y la invención que no es para nada ni una ni otra. Deleuze relanza implícitamente esa antigua crítica de la mímesis al hacer del arte figural baconiano el operador de una especie de “síntesis disyuntiva” entre la copia (diferencia) y el modelo (repetición). En cambio, explícitamente, dice que toma el concepto de “figural” del libro de (Jean-Francois) Lyotard titulado Discurso, figura de la que despoja, sin embargo, de cualquier referencia al freudismo (universo onírico, matriz fantasmática, etc.) para asociar mejor lo no figurativo y lo no narrativo con la expresión sensible y localizada de una red de fuerzas impersonales.
Sin duda, para evitar la confusión con los valores asociados a las estéticas tradicionales (subjetivismo, historicismo, intelectualismo, interpretación, representación, etcétera), Deleuze prefirió no presentar su pensamiento experimental de las sensaciones como una estética. Pero, en realidad, bien podría habérselo considerado como un “esteta puro”, de igual modo que dijo en una ocasión (en una carta a Arnaud Villani) que se sentía un “metafísico puro”.
Pero queda pendiente un análisis profundo de las similitudes entre sus concepciones de la naturaleza y de la superación de la ontología de la conciencia. Respecto de la cuestión del cuerpo, me parece en cualquier caso bastante obvia la oposición entre el cuerpo carnal que está ideal o perfectamente organizado para realizar la constitución, y el “cuerpo sin órganos” que desprecia las actitudes puramente espiritualistas y en cualquier momento se encuentra sujeto a una desorganización parcial por efecto de fuerzas impersonales y deseantes. El cuerpo físico es “vivido” o “idealmente vivible” e interpreta, mientras que el cuerpo sin órganos escapa a la “vivencia personal” y experimenta.
En los 60, mucho antes del debate de los 90 sobre el “giro teológico de la fenomenología”, Deleuze comparaba la fenomenología con una escolástica moderna. Al hacer esto, reanudaba, de alguna manera, las luchas delirantes y visionarias llevadas a cabo por (Antonin) Artaud –en cuya compañía Deleuze explora algunos síntomas– quien quería, precisamente, “hacerse un cuerpo sin órganos” para desbaratar el plan divino que creó el cuerpo humano del modo más perfecto posible, es decir, dándole la capacidad de venerar en el rezo espiritual.
Me parece interesante examinar brevemente dos conceptos centrales en el libro sobre Bacon: lo figural y el diagrama. En un texto clásico y casi olvidado (por Deleuze incluso) que fue publicado en francés con el título de Figura, el filólogo alemán Erich Auerbach retrotrae el concepto de “figura” a la antigüedad para referirse a cierta relación de indeterminación entre modelo a imitar y el modelado que intenta copiar dicho modelo. La figura expresa, pues, una relación vaga y ambigua entre la imitación y la invención que no es para nada ni una ni otra. Deleuze relanza implícitamente esa antigua crítica de la mímesis al hacer del arte figural baconiano el operador de una especie de “síntesis disyuntiva” entre la copia (diferencia) y el modelo (repetición). En cambio, explícitamente, dice que toma el concepto de “figural” del libro de (Jean-Francois) Lyotard titulado Discurso, figura de la que despoja, sin embargo, de cualquier referencia al freudismo (universo onírico, matriz fantasmática, etc.) para asociar mejor lo no figurativo y lo no narrativo con la expresión sensible y localizada de una red de fuerzas impersonales.
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